Paul Auster falleció hace unos días y somos muchos los que todavía seguimos impactados.
No cabe duda de que ha sido —y seguirá siendo— uno de esos autores que forjan la condición lectora.
En mi caso, lo he leído y disfrutado interrumpidamente, de manera desordenada y siempre rayando la devoción, rara vez como si estuviese ante novelas individuales, sino más bien ante un clima narrativo uniforme y distinguible que luego continúa, absorbido siempre por esa prosa narrativa hipnótica suya tan característica y a la espera de una revelación.
La omnipresente incursión díscola y determinante del azar en sus historias, la vida a cada esquina de sus personajes y cierta forma singular de estar en el mundo. Irrepetible su forma acertada de contar cada historia, esa cadencia diáfana y sencilla que parece fácil y, sin embargo, es lo más difícil, no digamos hacerlo consecutivamente a lo largo de más de veinte libros.
Más que tramas recuerdo sensaciones, y un montón de fragmentos que sigo teniendo presentes después de unos cuantos años, como una banda sonora extraña y subyacente que nunca es incómoda.
Por ejemplo, este de Mr. Vértigo:
«Así es como se hace. El vacío dentro de tu cuerpo se vuelve más ligero que el aire que te rodea. Poco a poco, empiezas a pesar menos que nada. Cierras los ojos; extiendes los brazos; te dejas evaporar. Y luego, poco a poco, te elevas del suelo. Así».
O este de Fantasmas:
«Porque ahora es el momento en que Azul se levanta de su silla, se pone el sombrero y sale por la puerta. Y a partir de ese momento no sabemos nada».
O este de El palacio de la luna:
«Yo había saltado desde el borde y entonces, en el último instante, algo me cogió del aire. Ese algo es lo que defino como amor. Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad».
O ese «todo es como era, como será siempre», de la magistral La invención de la soledad.