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Éramos muchos los que de niños teníamos cierta manía a la regularidad cuesta arriba de la evaluación continua; nos salvaba que ese patíbulo cotidiano solo ocurriese en el espacio delimitado del colegio. Luego creces, te haces adulto, cantas victoria, y sucede algo.

Irrumpen las nuevas tecnologías, las redes sociales, las aplicaciones, los algoritmos, y con ello la calificación a tiempo completo de casi todo; conectados o no, te importe mucho, poco o nada.

Comentándolo con varias personas —en este caso de ámbitos creativos y culturales— cuyo trabajo es muy dependiente de estas nuevas circunstancias de valoración, me comentan como ese nivel de exposición vulnerable ha exacerbado su autoevaluación y la presión hasta derivar en una relación problemática con el trabajo. Puesto que la sobreactivación sostenida y el sistema nervioso se llevan bastante mal, es habitual que con el tiempo se desarrollen problemas psicológicos, inseguridad, deterioro de la concentración, alteraciones en la autorregulación emocional, etc.

Convirtiéndose lo digital en algo así como una piedra en el mismo centro del zapato que, aun sabiendo que está ahí y molesta, no la pueden retirar; hasta el punto de acabar más preocupados por la piedra que por el propio desempeño laboral.

Un callejón sin salida con vistas a la desmotivación.

Alcanzar las cinco estrellas, los suficientes likes de turno o la búsqueda de reseñas perfectas pasan a ser aspiraciones disfuncionales y alienantes, pero insustituibles; casi siempre y en estos contextos, más asociado a la cuerda floja laboral que a la deseabilidad social.

Un Gran Hermano distinto, interiorizado, masivo y funcionando como un adversario interno.

En cierto modo, como en Nosedive, aquel capítulo de Black Mirror, en el que, por cada acción, por cotidiana y banal que sea recibes una calificación que determina tu estatus sociolaboral, con un atornillamiento progresivamente más rígido a la mirada ajena; o al contrario que en El Show de Truman y en el que el protagonista ignora que es el centro de un teatro enorme, ahora somos hiperconscientes de que estamos expuestos a un peligro desubicado e impredecible, que nuestros actos son, objetiva y subjetivamente, material de evaluación pública; una intemperie complicada.

No seré yo quién defienda una postura antitecnológica, pero puesto que la salud psicológica no es una isla y rara vez se mantiene inmune a lo que no permite descansar, es difícil no considerar como este examen a tiempo completo está causando estragos significativos en la salud psicológica.

Nosedive

(Por ejemplo, quien sea está tan tranquilo mientras alguien, en cualquier momento y con cualquier motivación puede estar puntuando negativamente porque no sonrió lo suficiente o fue un poco lento al servirle una barra de pan).

Pero ¿pueden ciertas actividades laborales prescindir de las nuevas tecnologías que ‘facilitan’ el trabajo a la vez que erosionan el bienestar? ¿Vamos hacia un cansancio progresivo y colectivo de estas dinámicas?

El novelista británico Ian McEwan se pregunta en El espacio de la imaginación, si el interior es ahora el exterior, si ya no existe un lugar en el que la imaginación pueda retirarse a dictar sus propias reglas y crear nuevas formas de belleza, de intuición o agitación.

Por eso me parece pertinente unir estas cuestiones; por un lado el intrusismo en todo de ese barómetro social, por el otro, los obstáculos que la opinión ajena y la presión asociada imponen sobre la imaginación.