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El pensamiento es un procesamiento de información considerablemente limitado, voluble, defectuoso; asediado constantemente por múltiples distorsiones que lo impregnan de errores; ni siquiera ocurre en línea recta o en una sola dirección; cualquier mínimo detalle —a veces, imperceptible— puede alterar y distorsionar su contenido o su funcionamiento. En consecuencia, y puesto que no podemos controlar cada uno de los elementos que impactan e influyen sobre él: no podemos considerarlo del todo fiable.

en la medida en que le prestamos atención, cada mundo es real y solo deja de serlo cuando dejamos de prestarle atención

Se trata, a su vez, de una pugna constante e inconsistente entre la atención y la inatención, con la distracción interna o externa como ruido de fondo actuando como fuente de error permanente. A su vez, es evidente que no podemos captar en su totalidad la cantidad desmesurada de información disponible, o la requerida para resolver con éxito cualquier cuestión cognitiva. Unas veces pasamos de una cosa a otra, otras rumiamos en bucle, en otras ocasiones sin darnos cuenta dejamos atrás aquella maraña inútil en la que estábamos atrapados unos segundos antes. O como señalaba el psicólogo William James en su libro Principios de psicología «en la medida en que le prestamos atención, cada mundo es real y solo deja de serlo cuando dejamos de prestarle atención». Aún así, y aunque seamos conscientes de que el pensamiento no puede ser un reflejo fidedigno o el depositario de una lectura completamente exacta de la realidad, le hacemos un caso absoluto, casi radical, como si en el fondo, estuviésemos creyendo que, a través de nuestro razonamiento conseguiremos obtener un resultado preciso y correcto, un camino de ida y vuelta previsible en el que todas las variables influyentes estarían controladas bajo nuestro infalible radar atencional. Normalmente no es así, y es bueno que muchas veces no sea así.

Entonces, ¿por qué le hacemos tanto caso?

El psicólogo y Premio Nobel de Economía en el año 2002 Daniel Kahneman —desarrolló junto a Amos Tversky la teoría de las perspectivas— explora con profundidad en su libro Pensar rápido, pensar despacio como nuestras decisiones y nuestros pensamientos están fuertemente influidos por las emociones, y como eso, a su vez, nos lleva a cometer errores sistemáticos de los que apenas somos conscientes; entre algunas de esas influencias pueden estar las características del marco emocional en el que nos encontramos, el estado de ánimo, la sobrevaloración de ciertas experiencias personales, nuestras creencias, fallos con la información disponible, intuiciones deficientes, etc.

¿Dejamos, entonces, de pensar? No, por supuesto que no, pero puede servirnos de gran ayuda tratar de disminuir el alto nivel de veracidad que otorgamos al pensamiento, rebajar su exceso de literalidad; ahorrándonos así, multitud de incómodos problemas de difícil resolución, alguno de ellos, incluso, pueden ser del todo inexistentes. En cierto modo, podemos aplicar un proceso similar al adoptado por la ciencia, manteniendo una actitud dinámica de flexible escepticismo y modificando nuestras ‘teorías’ cuando la realidad va cambiando.

En alusión a lo anterior, son interesantes las aportaciones que hace la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), entres sus objetivos, ocupa un lugar prioritario el énfasis en la desliteralización del pensamiento mediante la defusión cognitiva, un proceso encaminado a reducir ese poder absoluto e inalterable que solemos otorgar a lo que pensamos, siendo esto, en muchas ocasiones, uno de los motivos centrales en el mantenimiento de algunos problemas psicológicos.